miércoles, 9 de septiembre de 2015

23. Alejandro Tarrab - A un pasaje de Pascal Quignard


Dejé que se aflojaran las cuerdas del violonchelo. Ya no subo a la tribuna de los órganos. Ya no pongo en marcha los fuelles. Ya no me siento frente a teclados amarillos.

Dejo descansar este libro que escribo en el sillón de plástico situado frente a mí sobre la hierba, donde había apoyado los pies. Tan sólo mi cabeza queda debajo del enebro.

El silencio es una suerte de estrépito ensordecedor.

La luz blanca, espesa, lenta, quemante ha invadido mis piernas. El calor de la luz es tal que las cubre de agua.

Corro hacia atrás los sillones de plástico en la hierba. La vida es agotadora. Mi cabeza da vueltas, pero es cierto que yo giro la cabeza. El jardín tiene menos flores.

La estación se precipita.


Son ciertas, las yemas húmedas cargadas de tiempo. La cabeza girando contra el día, toda la noche.

Retiro la sal, ciminum, la especia sedante. El cuerpo de un pescado, de un celacanto destripado. Sus cuerdas de vientre resuenan al otro lado de la estancia.

Amaso o macero el cuerpo, su nombre depravado y extinto. Su fuelle sin nombre de cabeza, sus cuerdas de vientre. Suspiran y silencian igual que los míos: fuelle sin nombre, tribuna de los órganos.

También siento náuseas, afonía mientras avanzo. En mi estómago guardo el disturbio de la música y el agua. Mi cabeza da vueltas, pero es cierto que yo giro la cabeza.
No hay muerte, sólo un cruzar lento.

Tengo en la boca un nombre todo el día y toda la noche.

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