Dejé que se aflojaran las cuerdas del violonchelo. Ya
no subo a la tribuna de los órganos. Ya no pongo en marcha los fuelles. Ya no
me siento frente a teclados amarillos.
Dejo descansar este libro que escribo en el sillón de
plástico situado frente a mí sobre la hierba, donde había apoyado los pies. Tan
sólo mi cabeza queda debajo del enebro.
El silencio es una suerte de estrépito ensordecedor.
La luz blanca, espesa, lenta, quemante ha invadido mis
piernas. El calor de la luz es tal que las cubre de agua.
Corro hacia atrás los sillones de plástico en la
hierba. La vida es agotadora. Mi cabeza da vueltas, pero es cierto que yo giro
la cabeza. El jardín tiene menos flores.
La estación se precipita.
Son
ciertas, las yemas húmedas cargadas de tiempo. La cabeza girando contra el día,
toda la noche.
Retiro
la sal, ciminum, la especia sedante.
El cuerpo de un pescado, de un celacanto destripado. Sus cuerdas de vientre
resuenan al otro lado de la estancia.
Amaso
o macero el cuerpo, su nombre depravado y extinto. Su fuelle sin nombre de
cabeza, sus cuerdas de vientre. Suspiran y silencian igual que los míos: fuelle
sin nombre, tribuna de los órganos.
También
siento náuseas, afonía mientras avanzo. En mi estómago guardo el disturbio de
la música y el agua. Mi cabeza da vueltas, pero es cierto que yo giro la
cabeza.
No
hay muerte, sólo un cruzar lento.
Tengo
en la boca un nombre todo el día y toda la noche.
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